mirad mi casa muerta,
mirad España rota:
pero de cada casa muerta sale metal ardiendo
en vez de flores,
pero de cada hueco de España
sale España,
pero de cada niño muerto sale un fusil con ojos,
pero de cada crimen nacen balas
que os hallarán un día el sitio
del corazón.
Preguntaréis por qué su poesía
no nos habla del sueño, de las hojas,
de los grandes volcanes de su país natal?
Venid a ver la sangre por las calles,
venid a ver
la sangre por las calles,
¡venid a ver la sangre
por las calles!
De momento esto es todo. Hemos llegado al fin del principio. Como decía en el prólogo, este es un trabajo abierto y todavía nos queda algún camino por recorrer, documentos por analizar, datos por confirmar y hechos por investigar, pero será con la tranquilidad que supone saber que lo principal está confirmado.
Sabemos con certeza, tanto por sus palabras como por sus actos, el firme compromiso de adhesión de Ángel Rojas Veiga a los ideales de la República, su sincera amistad con Antonio Oliver y Carmen Conde, con José Pi y Suñer y José Aitimir, de Salinera Catalana, empresa que apoyó firmemente la II República, su buena relación con Miguel Hernández, su trabajo con la Universidad Popular, el Cinema Popular, las Misiones Pedagógicas y, sobre todo, la Biblioteca Popular.
Sabemos que entró en prisión el 31 de agosto de 1938. Sabemos con certeza que el motivo de su encarcelamiento fue la acusación falsa motivada por el interés de un malhechor de apoderarse de su puesto de radiotelegrafista jefe. Sabemos el nombre de este traidor y de su compinche. Sabemos que el acusador fue encarcelado y ajusticiado.
Aunque documentos franquistas sitúan su muerte en el paraje de La Boticaria el 6 de marzo, e historiadores poco rigurosos dan por hecho que fue así y que fue "fascista, católico y sublevado", sabemos que su cuerpo apareció junto a la tapia del cementerio de San Antón, en Los Dolores, y en el Registro Civil consta que su muerte se produjo el día 5 y no el 6, dato que a primera vista parece carecer de importancia pero que sin embargo es fundamental.
Ángel Rojas Veiga fue asesinado el 5 de marzo (la madrugada del 4 al 5) al salir de la cárcel porque no quiso ir con quienes defendían la conspiración. Casi con total seguridad, fueron los mismos sublevados quienes le dieron muerte. Si Rojas hubiera decidido ir con ellos, no habría muerto esa noche, pues estuvieron protegidos en el Parque de Artillería por los militares rebeldes.
Queda descartado que, tras la salida de la cárcel, en la noche más trágica de la historia de Cartagena, Rojas fuera a guarecerse a casa de un amigo o un refugio próximo y que de allí fuera sacado y muerto en la tapia del cercano cementerio. Pudiera haber sido que se topara por la calle con cualquiera de las patrullas, civil o militar, roja o sublevada, que aquella noche acabó con la vida de decenas de personas. Podrían haber sido componentes de alguna patrulla de la 206ª Brigada Mixta, que había sido enviada a Cartagena con la orden de detener o matar a todo sospechoso de apoyar la sublevación. Si hicieron el alto a Rojas aquella noche y éste les dijo que acaba de salir de la prisión, no es descabellado que lo identificaran como sublevado. ¿Qué iban a conocer esos jóvenes combatientes recién llegados de Valencia y procedentes de diversos rincones de España quién era Rojas ni toda su labor en pro de la República?
Pero a estas alturas de la investigación, la hipótesis más fiable es que le mataron los fascistas sublevados nada más salir de la cárcel. Rojas debió negarse a acudir con ellos al Parque de Artillería. Más probablemente, le instaron a ayudarles en la toma de la emisora de Los Dolores, conocedores de sus conocimientos de radio y telegrafía. Pero Rojas se negó a una y otra, o a las dos opciones, y los fascistas lo llevaron junto a la tapia del cercano cementerio, quizás solo para intimidarlo. Lo cierto es que su cuerpo apareció junto a la tapia del cementerio de San Antón, en Los Dolores, y en el Registro Civil consta que su muerte se produjo el 5 nada más salir de prisión.
Un golpe de Estado fascista, la traición de un falso republicano y falso amigo, el engaño de unos asesinos, que se aprovecharon de la inmadurez de un adolescente; la manipulación de la dictadura franquista; el miedo de la familia a represalias y su necesidad de acceso a las ayudas de beneficencia del régimen, hasta el punto de que llegaron a ocultar toda la trayectoria republicana de Rojas Veiga, y el escaso rigor de una parte de la historiografía han estado a punto de dejar para la historia como un fascista sublevado a quien vivió y murió fiel a la República y que mantuvo firmes sus valores en medio de la barbarie y la guerra.
No sabemos hasta qué punto su viuda y sus hijos fueron engañados o, simplemente, prefirieron dejarse engañar. Sí resulta evidente que ocultaron todo el pasado republicano de Rojas Veiga. Quizá a sus hijos ÁNgel y pedro les sucedió como a María Castejón, una de las protagonistas de la novela de Almudena Grandes La Madre de Frenkenstein. A María, que había quedado huérfana durante la guerra, su familia, para poder sobrevivir en la dictadura franquista, le hizo creer que a su madre la habían matado los rojos: "Escúchame, María, me dijo mi abuela, muy seria, mientras desayunábamos al día siguiente de recibir aquella carta. A tu madre la mataron los rojos antes de que Franco entrara en Málaga, ¿entendido? Eso es lo que voy a decir yo y eso es lo que vas a decir tú, es muy importante que las dos digamos lo mismo. Luego me preguntó seis veces por lo menos cómo había muerto mi madre y yo contesté bien a todas las preguntas, y ni siquiera se me ocurrió preguntarle si lo que íbamos a decir era la verdad o no".
Más tarde, cuando María conoce el episodio de la Desbandá y se entera de cómo murió realmente su madre, interroga nuevamente a su abuela:"¿Usted sabe que a mi madre no la mataron los rojos, abuela? Ella estaba delante del fogón, removiendo una cazuela con una cuchara de madera, nunca supe lo que había dentro porque aquella noche me quedé sin cenar. Al escucharme se quedó completamente quieta, como congelada, la cuchara tiesa dentro del guiso, los ojos clavados en la pared que tenía delante, y no supe interpretarla, no fui capaz de adivinar lo que iba a pasar y seguí hablando. Dice doña Aurora que tuvieron que ser los de Franco, porque… Nunca llegué a terminar esa frase. En aquella época mi abuela estaba gorda y le dolían mucho las piernas, era una mujer muy torpe, su marido se burlaba de ella por eso, pero en aquel momento se dio la vuelta tan deprisa que ni siquiera la vi, no vi sus ojos, ni su brazo, ni su mano, solo sentí el golpe de la cuchara de madera que se estrelló contra mi mejilla. con tanta fuerza que me tiró al suelo. Fue la primera vez que me pegó de verdad, y la última".
Y retomo aquí a Rima Elkouri y su idea sobre los silencios que ya mencioné en el prólogo de este trabajo, silencios que al cabo de los años he podido llegar a entender:
Hay silencios de negación que regocijan a los verdugos. Silencios asesinos. Hay otros que depositamos sobre las palabras como piedras de sabiduría. Silencios sin los cuales no sería posible la supervivencia. Envuelven el dolor y le impiden escapar. Su aspecto es semejante. El sonido, completamente distinto. Rima Elkouri, Manam.
Como bien dice Carmen Conde, fueron "torpes criminales" llevados por la locura de la guerra, una guerra de la que es principal responsable Francisco Franco Bahamonde, autor del golpe de Estado de 1936 contra el legítimo Gobierno democrático de la Segunda República.
Ellos escribieron la historia. Nosotr@s tenemos la memoria.
¡República. República siempre!
¡Salud y República!
Apéndice I. La noche del 4 al 5