Gabriel Cardona, La Vanguardia
En los primeros días de marzo de 1939 muy pocos lo dudan: la Guerra Civil está a punto de finalizar. Tras el fracaso de la batalla del Ebro y la conquista de Catalunya por las tropas rebeldes, la sensación de derrota inminente palpita en el gobierno republicano. El 27 de febrero, Francia y Gran Bretaña han reconocido la legitimidad del gobierno de Franco. Cualquier mínima esperanza de intervención extranjera en apoyo de la República se había desvanecido por completo.
En esas circunstancias, todo intento de alcanzar una paz negociada está condenado al fracaso. Como señala Gabriel Jackson en el clásico La República española y la Guerra Civil (1985), Franco había expresado a los representantes francés y británico que “la guerra estaba terminada y no tenía intención de negociar con Negrín ni con nadie”. Ante esa tesitura, el presidente republicano expresa que “no queda más alternativa que seguir luchando”. No todos los republicanos están de acuerdo.Lee también Gabriel Cardona
Las críticas internas respecto a la posición de Juan Negrín crecen según pasan los días y se intensifican los movimientos que buscan deponer a su gobierno. Entre ellos, el que comanda el coronel Segismundo Casado, jefe del Ejército de Centro, y que se manifiesta mediante un golpe de Estado en la noche del 5 al 6 de marzo. Es una estocada casi definitiva a la moral y la resistencia republicanas.
En esta coyuntura se enmarca la sublevación de Cartagena, el único gran puerto español que permanece en los primeros días de marzo bajo el mando republicano. A última hora del día 4, llega a la base naval de la ciudad el coronel Francisco Galán, miembro del Partido Comunista, que ha sido nombrado por Negrín nuevo jefe de la base. La intención es poner al mando de uno de los pocos activos bélicos en poder de la República a un militar convencido de mantener el esfuerzo de guerra.
Apenas dos horas después de su llegada se produce el levantamiento. Un grupo de oficiales, apoyados por miembros de la quinta columna y simpatizantes falangistas y con el capitán de navío Fernando Oliva a la cabeza, se subleva. Los amotinados detienen al coronel Galán, toman las principales baterías de la costa y se hacen con el control de la radio. Los sublevados designan al general retirado Rafael Barrionuevo como nuevo jefe de la base.
El Arsenal de Cartagena hacia 1900, con la ciudad al fondo.Dominio público
Las noticias del levantamiento llegan al cuartel general de Franco en Burgos durante la mañana del día siguiente. La reacción es inmediata y la decisión, apremiante: es urgente destinar suficientes efectivos a Cartagena para reforzar y garantizar el control definitivo de la base. Los mandos franquistas ordenan el envío de una numerosa flota, compuesta por 30 buques y más de 20.000 soldados, que parte desde los puertos de Málaga y Castellón.
Ese 5 de marzo, los soldados de la 83.ª División se encuentran en Castellón y se disponen a asistir a una corrida de toros organizada en su honor. Poco antes de partir hacia ella, llega la orden del cuartel general del Ejército. “Salir urgentísimamente para Cartagena a fin de reforzar a los insurgentes y asegurar la base”. Entre los buques destinados a la misión figura el Castillo de Olite.
Antes de su hundimiento, el Castillo de Olite tuvo una intensa vida, repleta de virajes y cambios de propiedad. El barco fue construido en 1921 en los Países Bajos, bautizado con el nombre de Zaandijk y utilizado para el transporte de mercancías. En los siguientes once años es vendido y rebautizado en varias ocasiones, la última de ellas en 1936. El comprador en aquel entonces es el gobierno de la Unión Soviética. El navío cambia de nuevo de nombre, homenajeando en este caso a un político y propagandista soviético: Pavel Postishev.
El Postishev es usado como carguero por la URSS. Como tal navega el 31 de mayo de 1938 por las aguas del estrecho de Gibraltar, transportando carbón, cuando es interceptado por la nave franquista Vicente Puchol. El barco soviético es acusado de contrabando de guerra y requisado por las fuerzas de los sublevados, que lo trasladan a Cádiz para reacondicionarlo y poder darle un uso bélico. Se le da el nombre de Castillo de Olite, como recuerdo de una de las sedes principales de la Corte del Reino de Navarra en la Edad Media. El 1 de noviembre de 1938 es incorporado a la Marina de Guerra. Su servicio será breve.
En el Castillo de Olite embarca el 11.º Regimiento de la 83.ª División, y al mando de la fuerza expedicionaria se sitúa el teniente coronel José Hernández Arteaga. Alrededor de 2.200 soldados, equipados con armamento y municiones, parten de Castellón a primera hora del 6 de marzo. Es el último de los buques en salir. También es uno de los más lentos de toda la flota y el que se encuentra en peor estado.
Uno de los graves problemas a los que se enfrenta en una misión de este calibre es que el sistema de radio no funciona. Durante el trayecto no estará en disposición de recibir información alguna sobre lo que está ocurriendo en Cartagena.
Los tripulantes del Castillo de Olite no saben, por lo tanto, que el ejército republicano ha contraatacado y enviado una unidad de élite, la 206.ª Brigada Mixta, a la base sublevada. Tras intensos enfrentamientos con las fuerzas franquistas, consigue recuperar los puntos clave perdidos un día antes, incluidas las principales baterías de la costa. Una de ellas, la de La Parajola.
Las informaciones sobre la pérdida de Cartagena llegan por radio a los barcos que se aproximan a su bahía, que cambian su ruta para evitar los ataques de las baterías enemigas. El Castillo de Olite, además de incomunicado, no tiene contacto visual con los otros barcos de la flota, que han salido por separado con objeto de reducir el riesgo de ser identificados en el trayecto por la aviación republicana.
Fotografía del mercante SS Castillo de Olite.Terceros
En estas condiciones, el Castillo de Olite se acerca a la costa pensando que Cartagena está en poder de las fuerzas de su bando. El ambiente a bordo es distendido. Mucho más cuando un hidroavión Heinkel He 60 franquista lo sobrevuela, moviendo sus alas a toda velocidad. La tripulación entiende que esa acción es un saludo de bienvenida por parte de sus correligionarios. Nada más lejos de la realidad. El mensaje que desea transmitir el Heinkel es el contrario: debe dar la vuelta. Cartagena está, de nuevo, en manos republicanas.
Muy cerca ya de la base, a la altura de la isla de Escombreras, el Castillo de Olite mantiene su rumbo con la bandera enarbolada. En su avance, se coloca en el campo de tiro de la batería de La Parajola sin sospechar el peligro que corre.
El capitán republicano Antonio Martínez Pallarés está al mando de esa batería, que solo tiene una pieza de artillería disponible. Las otras han quedado inutilizadas durante los enfrentamientos del día anterior. Martínez Pallarés duda sobre si ordenar el disparo del obús del cañón Vickers de la batería, pero el capitán Cristóbal Guirao, al frente de la 206.ª Brigada, le conmina a hacerlo.
El primero de los proyectiles no alcanza el objetivo. Sí lo hacen los siguientes, uno de los cuales entra en oblicuo por la proa e impacta en el puente del carguero. Una enorme explosión, multiplicada por la munición que este traslada, acaba al instante con la vida de cientos de soldados.
La nave se tambalea y comienza a hundirse. Decenas de tripulantes mueren ahogados (muchos de ellos no saben nadar). Los pocos que sobreviven a la explosión y consiguen alcanzar a nado la isla de las Escombreras, auxiliados por sus habitantes, son detenidos por las fuerzas republicanas.
Las cifras de muertos y heridos no tienen precedente. En junio de 1939, según refleja un ensayo de la Revista de Historia Naval publicado en 2009, el Ayuntamiento de Cartagena rindió un homenaje a las víctimas en el transcurso del cual se habló de una cifra de 1.200 muertos. Sin embargo, hoy existe consenso en que la cifra de fallecidos fue mayor, acercándose a los 1.500, y que el número de heridos superó los 300.
Misa de Corpore insepulto en homenaje a las víctimas del buque Castillo de Olite. Madrid, 1942.Album / Archivo ABC / Sáez
Parece claro que el desastre tuvo mucho que ver con la precipitación. Un barco en las condiciones del Castillo de Olite no debía protagonizar una acción de tal riesgo. La constatación de esta realidad provocó que el episodio no fuera muy conocido durante los primeros años del franquismo. Nunca se llegó a conocer una lista oficial con los nombres y apellidos de todos los fallecidos, aunque en esto también influyó que muchos cuerpos jamás fueron recuperados.
El hundimiento del Castillo de Olite aconteció apenas 24 días antes de que finalizara la Guerra Civil y, al contrario de otros acontecimientos bélicos, no tuvo excesivo protagonismo en la historia épica del franquismo. La urgencia por tomar uno de los pocos puntos estratégicos que quedaban en poder del ejército republicano había conducido a la mayor tragedia naval por número de muertos de la historia de España.