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Alberto Molina y la centuria falangista de Los Barreros

Alberto Molina Osete, nacido hacia 1922, era hijo de Vicente Molina y Juana Osete. Durante la Guerra Civil, siendo muy joven, se unió a la sublevación fascista, junto a la Quinta Columna y el llamado "Socorro Blanco", organización civil que conspiraba contra la República y cuyos cabecillas estaban en la cárcel aquellos días junto a otras personas que nada tenían que ver con esa conspiración. 

La noche del 4 al 5 de marzo dio comienzo la sublevación en Cartagena, que si bien en un principio fue una rebelión  protagonizada por militares y marinos de la base naval de Cartagena contra el gobierno de Negrín -o un levantamiento de republicanos contra comunistas-, se convirtió en una rebelión de la quinta columna, apoyada por civiles del Socorro Blanco y grupos falangistas, para entregar la base y la flota republicana allí fondeada al bando sublevado.

A últimas hora de la noche del 4 de marzo de 1939 los sublevados abrieron la prisión de San Antón para liberar a sus compinches del Socorro Blanco que se encontraban allí presos, pero también dejaron salir al resto de prisioneros.  Los sublevados civiles marcharon al Parque de Artillería junto a los militares también sublevados. Allí y en otros espacios militares dieron durante dos días la República por vencida, alzaron la bandera roja y gualda, y proclamaron a Franco como victorioso. 

Los republicanos, con la rápida intervención de la Brigada 206, abortaron la conspiración en un par de días y detuvieron a los sublevados en el Parque de Artillería y otros lugares. 

Aquella noche del 4 al 5 de marzo hubo un buen número de muertos entre enfrentamientos en combate y fusilamientos por parte de los dos bandos.  Alberto Molina y su centuria falangista de Los Barreros tendrían un papel destacado, según se narra en el libro de Luis Romero, Desastre en Cartagena

...en Los Barreros, un poco más allá, un tal don José, Garrido creo que se apellida, tenía preparada algo así como una compañía de falangistas, que ellos llaman centuria, formada por viejos y jóvenes, lo peor de cada casa, señoritos, desertores, enchufados y de todo lo malo en general…

...jóvenes, que por influencia de lo que oyen por las radios nacionales se han proclamado falangistas y se han organizado, mejor o peor, como tales...

...Te presentas a las once y media en punto en el puente de Los Barreros; allá te encontrarás con Alberto, el más joven de los Molina y con algunos más. Pedro Sanz os entregará fusiles para la guardia, que él los tiene. La consigna es clara: «Arriba España» y el otro ha de contestar «¡Viva Franco!» ¿Está entendido? Tengo que advertirte que si el otro tío contesta: «Por España y por la Paz», también vale como consigna: es la de los artilleros y los infantes de marina y de otros que nos apoyan, o nosotros les apoyamos a ellos, que la cosa no está clara. Cualquiera que dé una de esas consignas: militar, comisario, guardia de asalto, carabinero o el propio diablo, está con nosotros. Quien no conozca ninguna de las dos consignas, así vaya vestido de obispo, le desarmáis sin contemplaciones ni temor y queda detenido. Una excepción: si se trata de un conocido vuestro y estáis seguros de que no es comunista, pero que muy seguros"…

Pero la rebelión fue rápidamente reprimida por la Brigada 206 y el día 7 Alberto Molina es gravemente herido y está a punto de morir en un intento de fusilamiento por parte de miembros de la citada brigada en la carretera de Cabo de Palos.

...Hacia las tres de la madrugada, un comisario político con escolta de siete soldados, saca de la finca de «Las Palmeras» a Arturo Espa, al capitán Macián y a Calixto Molina, y les conduce por un camino hacia la carretera de Cartagena a Murcia. La fatiga les martiriza, el trayecto se les hace inacabable. Han pasado junto a las tapias del cementerio iluminadas por la luna que ha salido con retraso. Marchan decaídos, hoscos, con la dolorida añadidura de un silencio desesperanzado.

    El cansancio que se le hace insufrible, obliga al capitán Macián a romper la tensión silenciosa de una situación que parece irrevocable.

    —Escuche, comisario, hablemos claro y entre hombres. Llevamos tres días y casi cuatro noches sin apenas comer y sin dormir; puede suponer cómo estamos. Sabemos que nos van a matar. Sea, pero ¡hágalo cuanto antes y evítenos este cansancio inútil!

    Por primera vez le miran a los ojos; al haberse detenido, quedan situados frente a él y la luna les alumbra. El comisario es joven, les sonríe sin cinismo ni enemistad.

    —¿Quién les ha dicho a ustedes que vamos a fusilarles? Estén tranquilos mientras sean nuestros prisioneros. Les llevo al puesto de mando de la división para que les interroguen. Me hago cargo de que están terriblemente cansados; yo mismo también lo estoy. ¿No han comido? En ese aspecto nada puedo hacer por ustedes. Compréndalo, son cosas… Si tampoco, como supongo, han fumado, en eso puedo ayudarles con gusto.

    Con verdadera ansia cogen los tres cigarrillos que les tiende el comisario. Los encienden y siguen caminando por la carretera. Algo parece que se les haya aliviado el cansancio.

    Sin detenerse, el automóvil ha disminuido la velocidad; cruzan ante el control de La Esperanza.

    —¡Paso al séptimo de retaguardia!

    El oficial que ha gritado a la guardia del control ocupa el estribo de este pequeño descapotable en que han obligado a subir a Alberto Molina Osete. Detrás, en un coche gris y grande, llevan a los también presos Antonio Rosique, Antonio Guindulain y al ex guardia civil Tomás Pérez, a quienes acaban de sacar del cuartel de Antigones. Media docena de soldados distribuidos en el interior de los coches o encaramados en los estribos vigilan a los presos.

    Alberto Molina, de dieciséis años de edad, tiene miedo. En súbitas alternativas de optimismo o desesperanza, la certidumbre de que van a matarle aumenta o decrece en su ánimo atribulado. La hipótesis de que se trate de un traslado a la base aérea de Los Alcázares, habilitada como campo de concentración, es una remota posibilidad más entre las mejores que imagina.

    Formaba parte de la centuria clandestina de Los Barreros y el sábado por la noche se incorporó al levantamiento. Con un fusil que le entregó Pedro Sanz formó parte de la patrulla que vigilaba el puente de la carretera de La Palma. El domingo se presentó en el parque de artillería. El día transcurrió en ajetreado ir y venir, cumpliendo órdenes de detener a algunos elementos de Los Dolores considerados como peligrosos. Le parecen hechos distantes; el nerviosismo que le posee apenas le deja resquicio para prestar al recuerdo una atención secundaria. Resulta imposible mantener la atención puesta en el pretérito inmediato del cual es réplica y consecuencia su situación presente.

    Una luna grande ilumina el paisaje; el viento, al batirle el rostro, le distrae y alivia como cuando se sopla contra una herida desinfectada con yodo.

    En El Algar han tomado por la carretera de Los Beatos; identifica los lugares. Prefiere ignorar a dónde les conducen; mientras vaya en este coche, incómodo y asustado, vive.

    En el último momento, cuando los comunistas estaban dentro del recinto del parque, arrojó la pistola al soldado que venía a detenerle. No le acertó. El hecho, parece increíble, ha ocurrido hoy, o mejor, ayer por la mañana, pues la hora es avanzada. Ayer, hoy, ¿qué importa un día más, un solo día?

    El coche frena junto al cementerio. La claridad de la luna es tanta que ilumina los campos y azulea contra las tapias encaladas.

    —¡Tú, abajo!

    El estampido de la pistola, el dolor repetido y la caída son casi simultáneos. Otro disparo y un dolor más próximo y concreto en la frente, como si le hubiesen quemado. No está muerto, las piernas del oficial y la mano que le cuelga con la pistola, se alejan en dirección al grupo que forman los del coche gris, que se ha detenido a pocos metros de distancia.

    Más disparos: cae don Antonio Rosique. Los soldados amartillan los mosquetones, disparan: Guindulain y el guardia civil se doblan y derrumban junto a la cuneta. Tres disparos de pistola y palabras que no entiende. Muerto no lo está; ve cuanto ocurre con extrema lucidez al margen del terror y el sentimentalismo, bajo el foco de luz de luna que transfigura los hechos en escena cinematográfica; porque nada de esto puede ser verdad.

    Registran a los cadáveres. ¡Cadáveres! ¿Es posible? Rosique, Guindulain, el guardia Pérez… Agachados sobre ellos, buscan en los bolsillos, les roban; a uno deben despojarle del reloj de pulsera. Al soltárselo, el brazo cae inerte.

    ¡El anillo! Querrán despojarle del anillo de oro que lleva puesto, le cortarán el dedo para acabar antes, descubrirán que vive, le rematarán. De bruces sobre la carretera, se halla al lado opuesto de los soldados; sus manos están juntas, próximas a la cabeza. No moverse, lo importante es no moverse. El anillo se lo quita con leves movimientos de dedos y lo entierra en el polvo, amontonándolo con las yemas. Vienen hacia él, se detienen, le examinan; pasan de largo.

    Ponen en marcha los automóviles. Poco más allá se para uno de los motores con chirridos de frustración mecánica; el otro coche frena a su vez.

    Crece el dolor en la cadera, en el muslo. Bate el pulso descompasado en las tres heridas. Avería en uno de los coches. Voces, órdenes, discusión. Motor en marcha; el estruendo del acelerador aumenta; trepida en la cabeza, en la pierna herida, en el latido del corazón. Van a estallarle los nervios; se pondrá en pie y gritará. Le rematarán. De nuevo el acelerador crece y crece. Un descanso y recomienza el ruido del acelerador hasta cubrir la noche. La cadera y la pierna calientes, húmedas, pegajosas. El dolor desde el pie a la cintura, con dos acentos próximos entre sí. La frente le escuece de oreja a oreja; el acento está aquí, en el nacimiento mismo del cabello. Quisiera poder ver las gotas de sangre que le resbalan, caer sobre el polvo. Un movimiento le costará la vida. El acelerador insiste. No se marchan. Están ahí muy cerca. Va a desangrarse, está desangrándose y lo mismo da morir de un nuevo y más certero disparo que desangrado al borde de la carretera. Huirá, huirá en busca de auxilio.

    Aprieta con fuerza y rapidez las manos contra el suelo, domina el dolor. No cae, consigue caminar. Cruza la carretera. Están ocupados, distraídos con la avería del motor. Del grupo destaca una cabeza que se ha levantado; la luna le ilumina el rostro. Le ha descubierto. Camina por los campos, saltos y caídas, pérdida de sangre. Se palpa la frente con cuidado, le escuece, ningún agujero. Espera con terror oír las voces que le persigan y que le acribillen a balazos por la espalda. Le han visto, le han descubierto. Corre. Cada paso es como si la pierna fuese a rompérsele en pedazos. El avance es lento. Peor, mil veces peor que el más agudo de los sufrimientos es la muerte. ¡Sálvese quien pueda, quien pueda, quien pueda!

    Vuelve con disimulada rapidez la cabeza. Preferiría no haberlo visto, que ver demasiado esta noche, resulta peligroso. Agarra el destornillador y se inclina sobre el motor con desmesurado y fingido interés. Ninguno de los otros ha descubierto al muchacho, al más joven, al que dispararon primero. Muerto resucitado; está seguro que ha cruzado cojeando la carretera. Que se arregle pronto el motor, que se ponga este cacharro en marcha y que abandonen el lugar. Que no se enteren éstos y que no se enteren de que él se ha enterado.

    Ver matar a esos hombres le ha encogido el estómago y agarrotado el ánimo. Trata de aturdirse con la compostura del motor averiado, como si cuando consigan hacerlo funcionar los muertos vayan a resucitar. Como si nada irreparable hubiese sucedido ahí mismo hace tres minutos escasos.

    —¡Bueno! Esto está arreglado. ¡Si a mí no hay motor que se me resista!

    —Pues vamos, vamos ya de aquí…

    —Anda, tú, «Manises», ponte al volante y arrea, que se nos ha hecho tarde con esta pijada del carburador.

    «Manises», a quien tenían detenido acusado de desertor, le han obligado a conducir este siniestro automóvil. Saber que el más joven se ha salvado, que corre por esos campos libre aunque esté herido, le alivia la conciencia. Al callar lo que ha visto ha roto cualquier lejana complicidad con los verdugos. Por el contrario el silencio le convierte, en pequeña medida, en cómplice del muchacho, del superviviente. ¡Maldita noche! ¡Maldito lío! ¡Malditos sean todos ellos juntos!

Luis Romero, Desastre en Cartagena