Ángel Luis López Villaverde
Profesor Titular de Historia Contemporánea.
Universidad de Castilla-La Mancha
En el mundo académico, el empleo de conceptos más propios del pasado (valga como ejemplo “fascismo”) suele provocar debates enconados si se trata de actualizarlos en formas y expresiones del presente, saliendo a colación el necesario rigor mientras se denuncian deslices presentistas. Sin embargo, hay otras expresiones o usos del pasado que han derivado del orden propagandístico al historiográfico sin pasar suficientemente por sus filtros. Es el caso de la denominada “persecución religiosa republicana”.
La magnitud de la tragedia ha facilitado las cosas. Pero en unos tiempos tan dados a la hipérbole, conviene separar mito y logos. No se puede negar lo obvio. Los 6.832 clérigos asesinados durante la violencia revolucionaria de 1936 indican que una de cada nueve de las víctimas mortales del denominado “terror rojo” era eclesiástico. No menos grave es que, al derramamiento de sangre, se añadan ataques masivos a objetos y espacios sagrados, perdiéndose irreparablemente buena parte del patrimonio artístico y religioso a causa de la “ira sagrada”, en expresión del antropólogo Manuel Delgado. Ahora bien, reconocer la trascendencia de la violencia ejercida contra el clero y los bienes y símbolos religiosos no implica mantener sin más que formara parte de una verdadera “persecución”, o que su base fuera esencialmente “religiosa”. Menos aún que formara parte de un proyecto gestado en los albores de la República y culminado durante la guerra.
Este artículo trata de traducir en lenguaje comprensible lo que suele quedar en terrenos más eruditos y separar la realidad histórica de la mitificación interesada. Para ello, recuperaré y actualizaré lo que ya he escrito en algunas de mis publicaciones, que figuran citadas al final, deudoras del resto de autores referenciados.
La importancia del relato
La semántica no es inocua. El lenguaje es un instrumento clave en la pugna política y su buen uso resulta esencial en el análisis científico. Aplicado en nuestro caso, no es comprensible la violencia anticlerical de los años treinta sin insertarla en la llamada “cuestión religiosa”, un conflicto político-religioso de largo recorrido que llegó al paroxismo en los años treinta y abarcó dos vertientes: una “desde arriba” –las relaciones entre la jerarquía eclesiástica española y vaticana con el Gobierno y las Cortes— y otra “desde abajo” –la pugna por el control del espacio público entre las bases católicas y anticlericales para evitar, en un caso, o avanzar, en el otro, en su secularización—. Adentrarnos en su análisis obliga a revisar los significados usados habitualmente.
Cuando hablamos de “anticlericalismo” debemos entender una subcultura política, nacida un siglo antes, en plena revolución liberal, basada no sólo en la crítica de las injerencias eclesiales en asuntos mundanos, sino capaz de generar una identidad colectiva y un recurso movilizador o de redimensionar el papel del hombre en una sociedad que se iba secularizando. Este anticlericalismo “moderno”, a diferencia del “primitivo” –de raíces medievales y crítico con los excesos del clero— trascendió las palabras o las sátiras y llegó a tener una vertiente violenta, fruto de un credo político y de una acción movilizadora propia, inexistente en el Antiguo Régimen. Sus manifestaciones más extremas fueron la “clerofobia” (la represión y el terror contra los clérigos, que se ha llegado a traducir como “clericidio”) y la “iconoclastia” (el ataque, destrucción y profanación de las cosas sagradas y los símbolos religiosos).
El “laicismo” es otra cosa. No tiene por qué ir de la mano del anticlericalismo, aunque puedan resultar también complementarios. Laicismo es la doctrina que defiende la independencia de la sociedad y el Estado respecto de las confesiones y organizaciones religiosas. Ni es, por naturaleza, antirreligioso, ni implica hostilidad o indiferencia en relación a lo religioso. Tampoco se debe confundir con “secularización”. Este último es un concepto sometido a debate –considerado un producto básicamente europeo— entendido como un proceso complejo, más referido a la dinámica social que a la jurídica, que implica la pérdida de control de la sociedad por la Iglesia, y sus dimensiones son plurales: declive de la religión, interés por lo mundano, desacralización, modernización de la sociedad y trasposición de formas institucionales religiosas al ámbito mundano.Edificio religioso incendiado en Madrid en mayo de 1931
Frente a los anteriores términos, de uso científico, la llamada “persecución religiosa” contiene perfiles más subjetivos. Se utilizó de manera interesada desde los orígenes de la Segunda República, en 1931, y sirvió de excusa para elaboración del mito de la “cruzada”, exitoso para los sublevados en 1936. En estas circunstancias, ¿es apropiado para explicar la magnitud de la sangre vertida por los religiosos y la destrucción sufrida por sus bienes y símbolos en 1936? Convendría apelar al rigor. Todo plan persecutorio debe ser bien definido por alguna autoridad y ejecutado por los subordinados sistemáticamente. Y si tiene un carácter religioso, su finalidad última se dirige a extirpar sus creencias, valores y símbolos y, en ese caso, quienes mueren en defensa de la Fe no serían simples víctimas, sino mártires. ¿Estamos hablando de esto realmente?
La tesis persecutoria y sus sesgos
En una carta pastoral dirigida al clero español, fechada en septiembre de 1945, con el nazismo ya derrotado, un representante genuino del nacionalcatolicismo, el cardenal primado Enrique Pla y Deniel, seguía uniendo “persecución religiosa” y “cruzada” y advertía de que no podía cuestionarse esa simbiosis: “que la hora de la paz mundial sea también la hora de la consolidación de la paz interna de España. La pasada guerra civil y Cruzada vino a ser un plebiscito armado que puso fin a la persecución religiosa. No se quiera por nadie una innecesaria revisión, que pudiera llevarnos a una nueva guerra civil«. Una idea que mantuvo hasta el final de su pontificado, en los años sesenta, pues defendía que la guerra había sido una “cruzada por Dios y por España”.
A comienzos de esa década, que inicia el segundo franquismo y trae aires eclesiásticos renovadores, Antonio Montero, director del órgano de expresión de Acción Católica, Ecclesia, desvinculaba, en un libro ya clásico, la “cruzada” de la “persecución religiosa”, al tiempo que reducía sustancialmente el cálculo de eclesiásticos asesinados durante la guerra, fijando la cifra canónica arriba expresada. Su recuento, más completo y riguroso, reactivó la edición de nuevos relatos sobre la “persecución” nada renovados.
En plena reactivación de la literatura martirial, la aparición de una publicación del norteamericano Herbert R. Southworth desmontaba el “mito de la cruzada”. Tirada en Francia por la editorial antifranquista Ruedo Ibérico, provocó que el régimen montara un servicio de contrainformación dirigido desde el ministerio de Información y Turismo, donde Manuel Fraga creó el Gabinete de Estudios sobre Historia, con una sección sobre la guerra, al frente del cual estaba el historiador Ricardo de la Cierva.
En la última década del siglo pasado, superado el mito de la cruzada, pero con un Papa (Juan Pablo II) dispuesto a retomar unos procesos beatificadores que su antecesor no había juzgado oportunos, se reactualizaba el de la “persecución religiosa republicana”. Para su mayor exponente, Vicente Cárcel Ortí, la “persecución” habría empezado ya en 1931 y fue evolucionando hasta llegar a la “persecución sangrienta de 1936”. La interpretación de este sacerdote, encaminada a justificar las beatificaciones de los mártires, tiene unos sesgos evidentes, al exagerar la obsesión de los gobiernos de Azaña contra la Iglesia, centrar la violencia revolucionaria en sus propósitos antirreligiosos y separar la víctimas civiles de las consagradas.Beatificación masiva en 2007 de religiosos asesinados en la retaguardia republicana durante la guerra civil
Menor reproche historiográfico muestra la tesis persecutoria del historiador italiano Gabriele Ranzato. La usa con una finalidad instrumental y laica, como sinónimo de exterminio, y la limita a los años de la guerra civil. Aunque no duda en calificar de “religiosa” una “persecución” dirigida tanto hacia las personas consagradas a la fe como a las cosas sagradas, en su modelo se cae el segundo calificativo que solía acompañar a la “persecución religiosa”, que no ya no iría ligada al orden republicano, sino a la subversión provocada durante el fragor revolucionario.
El primer cuestionamiento serio del paradigma persecutorio ha sido planteado por un historiador especializado en la violencia de la retaguardia republicana. José Luis Ledesma ha identificado la “persecución” con la violencia política republicana durante el período más álgido de la revolución social, pero pone en duda que fuera “religiosa”, pues no atacó tanto a las creencias como a la institución eclesiástica, aliada con los poderosos. Los revolucionarios no buscarían tanto, en su opinión, destruir el poder sagrado de los símbolos religiosos como mostrar la pérdida de poder de la Iglesia y su vulnerabilidad mundanal, en un contexto de derrumbe de los emblemas del pasado.
Cuestionar la manera de llamarlo (el sustantivo y el calificativo) no resta importancia al hecho histórico, la mayor masacre del clero español. Pero hay que encuadrarla en lo que Manuel Azaña llamó “políticas de venganza y exterminio”, un fenómeno practicado en ambas retaguardias, con diferentes sujetos y objetos. Por tanto, ligadas a la guerra, que estalló a raíz de una sublevación militar que destruyó el orden constitucional republicano y fue el origen del trauma posterior. En la retaguardia republicana, la Iglesia católica se llevó la peor parte, siendo la anticlerical la manifestación más obsesiva, radical y simbólica de la violencia revolucionaria.La expulsión del cardenal Pedro Segura en 1931, uno de los hitos de la tesis persecutoria
Someter a crítica los usos del lenguaje o limitar cronológicamente su incidencia no excluye que los protagonistas vivieran como cierta tal “persecución religiosa”. Los incendios de los días 10 y 11 de mayo de 1931 alimentaron esos temores y la expulsión del cardenal Segura, a mediados de junio de ese año, fue interpretada como su primer mártir. La ola de milagros, profecías y apariciones marianas (como la de Ezkioga, en el verano de 1931) iban también en la línea de contrarrestar el laicismo consagrado en la Constitución de 1931 y desarrollado en los dos años siguientes. En periódicos católicos se pueden rastrear alusiones a Azaña como el “Nerón” español y los ataques a la Iglesia como parte de una lucha eterna entre Dios y el mal durante la historia de la humanidad. La persecución republicana vendría a ser una continuación de la sufrida por los primeros cristianos. A modo de profecía autocumplida y merced a un aparato propagandístico que abusó del término, la retórica del martirio facilitó a los monjes de Barbastro la aceptación, en el verano de 1936, del sacrificio por Dios como un camino de perfección, según F. Javier Ramón Solans. Y, en clave política española, se consideraba la continuación de una guerra cultural que entroncaba con la revolución liberal y el Sexenio democrático.
La ruptura del verano de 1936
Si sustituimos la retórica persecutoria por la del “conflicto político-religioso” y lo resituamos en una perspectiva histórica, podremos observar las reminiscencias y novedades que alcanza en los años treinta. Del mismo modo, la perspectiva comparada nos descubre otros casos (europeos y latinoamericanos) que niegan la excepcionalidad española respecto a las atrocidades contra el clero. Esa es la tesis que mantiene Julio de la Cueva, una de las principales autoridades historiográficas en la materia.
La violencia anticlerical en el quinquenio republicano está ligada a la conflictividad social y resulta, ante todo, una respuesta frente al poder establecido si nos centramos en sus momentos álgidos: los incendios de mayo de 1931 (cuando aún permanecía la privilegiada situación eclesiástica de antaño) y octubre de 1934 (en plena rectificación de la República). Que los revolucionarios de Asturias recurrieran a la clerofobia como instrumento revolucionario parece anunciar, en pequeña escala, lo que se haría moneda común en la retaguardia republicana tras la sublevación militar. Pero no inventaban nada. La revolución liberal, un siglo antes, había situado a los religiosos como chivo expiatorio durante el transcurso de otra guerra civil, la carlista, provocando una orgía de sangre en Madrid en 1834 (con más de setenta frailes degollados) y, de nuevo, un año después, en Barcelona y Reus. Del mismo modo, en la capital catalana, durante la “Semana Trágica” de 1909, un motín antimilitarista había derivado en uno iconoclasta.La exhibición de restos exhumados en conventos (Toledo, verano de 1936) recuerda imágenes similares de la Semana Trágica de 1909
Pero los excesos cometidos contra los intereses eclesiásticos y sus ministros a partir del 18 de julio de 1936 rompen bruscamente con los precedentes de 1834-35, 1909, 1931 o 1934. Se produjeron en un contexto que Eduardo González Calleja define de “brutalización de la política y banalización de la violencia en la España de entreguerras”. Sin un levantamiento militar fallido, ni hubiera estallado la revolución social, ni hubieran tenido lugar tan tremendas matanzas. En este sentido, la violencia anticlerical marcó un punto de inflexión durante el verano de 1936, pues formó parte de una “guerra de exterminio”. Como ocurrió en las revoluciones en México o Rusia, también en España se conjugó el trinomio guerra civil, revolución y violencia anticlerical.
El gran problema de la teoría persecutoria es lo difícil que resulta demostrar su presunto interés por aniquilar a la Iglesia por propósitos antirreligiosos. Desde luego no fue ese el caso de las autoridades republicanas en 1931. Ni siquiera en 1936. Durante el terror “en caliente”, posterior a la sublevación, la violencia anticlerical fue un recurso simbólico de los comités de defensa o de enlace frentepopulista como pistoletazo de salida de una revolución social que los golpistas decían querer evitar y que, sin embargo, aceleraron. Los sublevados actuaron de bomberos-pirómanos. Los incendios de templos abrieron el camino a matanzas masivas de religiosos –su concentración en conventos o monasterios facilitaba la tarea de los victimarios— que, a su vez, coincidieron o antecedieron a otras de civiles, también extrajudiciales y colectivas. Sin embargo, un propósito persecutorio real no hubiera consentido tantas variedades territoriales.
Los estudios microhistóricos demuestran una realidad muy diversa. Si tomáramos como referencia la diócesis de Barbastro, cabrían pocas dudas de tal persecución durante el llamado “terror en caliente”, pues nueve de cada diez sacerdotes incardinados fueron asesinados, además de setenta y ocho religiosos (entre los que se encontraban cincuenta y un claretianos, ejecutados en varias sacas en días sucesivos). Pero es un caso bastante singular, protagonizado por milicias confederales catalanas. Veamos qué pasó a más de seiscientos kilómetros más al sur. Por las mismas fechas que los claretianos barbastrinos, a mediados de agosto de 1936, fueron ejecutados quince dominicos en Almagro. La carnicería se aceleró cuando los dirigentes de su Ateneo Libertario constataron que las autoridades municipales habían negociado con el Gobierno la llegada de guardias de Asalto con la misión de trasladar a Madrid a los frailes concentrados en una casa particular. En esta localidad manchega, los curas no fueron tocados, mientras fue liberado un franciscano que había acompañado a los dominicos ejecutados. Almagro fue uno de tantos municipios que, careciendo de antecedentes violentos, asistió a una improvisación de la “ira sagrada” por unos comités obreros que pretendían demostrar cómo habían cambiado las relaciones de poder. Representa también cómo las autoridades municipales y gubernativas, lejos de amparar la violencia, pretendieron, inútilmente, evitarla.Claretianos de Barbastro, 51 de los cuales fueron asesinados en agosto de 1936
¿Es compatible con una verdadera “persecución religiosa republicana” que el poder municipal, a lo largo de toda la retaguardia, quedara desbordado por los comités obreros y el papel de los ediles fluctuara desde una cierta complicidad hasta la oposición a las atrocidades de aquéllos? El mayor error de las autoridades republicanas fue no poner suficiente distancia desde el principio de una violencia anticlerical que condenaron tarde. Pero una ofensiva descristianizadora y persecutoria no concuerda con el relativamente bajo nivel de condena que recibieron los eclesiásticos por los tribunales populares.
Tampoco parece compatible la tesis persecutoria con la “política religiosa” encabezada por un católico, el nacionalista vasco Manuel Irujo, en los gobiernos de Largo Caballero y de Negrín. Habían sido los comités quienes obligaron al cierre de las iglesias al culto, no las autoridades republicanas. Éstas, desbordadas por los acontecimientos, reaccionaron con más agilidad frente a la rapiña del tesoro artístico que hacia la conculcación de la libertad religiosa de los católicos, situación que, de buena fe, pero sin éxito, intentó reconducir Irujo en 1937. Pero difícilmente podrían reabrirse al culto unos templos que habían sido pasto de las llamas, saqueados, desacralizados y reutilizados con fines civiles.
Además, cómo explicar el guion persecutorio y antirreligioso si hubo “otra Iglesia”, minoritaria, sin duda, pero real, de clérigos disidentes y fieles a la República, que fueron represaliados por el franquismo por su compromiso con la justicia social. Algunas de sus biografías se han resumido en un libro coordinado por Feliciano Montero, entre otros. Uno de esos curas, Leocadio Lobo, propagandista de la causa republicana durante la guerra, confesó en un mitin en Madrid (ABC, 22-9-1936) que estaba al lado de “las masas que se rebelan contra un sistema económico absurdo y brutal” porque “a su lado está la Iglesia desde hace mucho tiempo, aunque nuestros egoísmos hayan olvidado las enseñanzas de los papas”; y sobre la violencia, reconocía que los dos bandos habían cometido atrocidades, pero “la responsabilidad moral de la barbarie residía en los que habían desencadenado la guerra (…) alzados contra el poder establecido”.Atilano Coco, pastor protestante asesinado por los sublevados en diciembre de 1936
Por otra parte, ¿cómo entender –si los republicanos perseguían lo religioso— que los pelotones de fusilamiento franquistas se llevaran por delante a alrededor de una veintena de sacerdotes opositores (no sólo vascos)? ¿Aplicaron una particular misión “religiosa” asesinando al inicio de la guerra a cinco reverendos protestantes andaluces y dos castellanos, mientras otros pastores eran encarcelados o debieron ocultarse? ¿Cómo explicar, tras el cierre al culto de iglesias católicas en la retaguardia republicana, que en la nacionalista se clausuraron las escuelas o capillas protestantes abiertas durante la República? La ofensiva católica contra los evangelistas españoles tuvo gran repercusión en Gran Bretaña, donde un grupo de pastores anglicanos y metodistas elaboraron un informe, a principios de 1937, que afirmaba que en “España no había evidencia como en Rusia de un movimiento anti-dios, y que sus gobernantes [republicanos] estaban informados de un gran espíritu de tolerancia religiosa”.
Por último, tan hiperbólico sería mantener “persecución religiosa republicana” como categoría científica como crear otra, variando el orden de los dos calificativos, y hablar de “persecución republicana religiosa”, donde víctimas y victimarios intercambiarían sus papeles en la otra retaguardia y al final de la guerra. Conviene recordar que el ministro Irujo afirmó que la Iglesia fue, a la vez, víctima y verdugo. Varios historiadores han aportado numerosos ejemplos de eclesiásticos que se sumaron a los sublevados o se convirtieron en colaboradores necesarios del proceso depurador, implicándose en la trama de delaciones, informes y denuncias durante la fase de violencia “legal” franquista. Francisco Espinosa y José María García Márquez han denunciado el papel de la Iglesia en la maquinaria judicial militar y la purga de maestros. Y Julián Casanova asegura que “el refugio de la religión” permitió aliviar la crudeza del exterminio. Aunque, también en este caso, hay ejemplos en un sentido y en el contrario. El propio Casanova recuperó el testimonio del padre capuchino Gumersindo de Estella (cuyo nombre real era Martín Zubeldia), capellán de la cárcel zaragozana de Torrero, que dejó escritas unas memorias cargadas de repugnancia, protesta y perdón por la complicidad del clero ante los fusilamientos de “rojos”.Obispo y sacerdotes de Cáceres, brazo en alto entre autoridades militares y falangistas, en los primeros días del Alzamiento
A modo de conclusión
Resulta falaz hablar de “persecución religiosa republicana”. No existió un propósito antirreligioso claro y genérico de las autoridades republicanas, pese a la propaganda de la literatura martirial. Lo que hubo entre 1931 y mediados de 1936 fue un choque cultural entre dos modelos identitarios, en pugna por el concepto de ciudadanía, representados, respectivamente, por lo que Rafael Cruz llama “comunidad popular” frente al “pueblo católico”. Se puede admitir la tesis persecutoria en un sentido instrumental, restringida en el tiempo (la guerra civil), en el espacio (unas zonas de la retaguardia republicana más que otras) y en sus promotores (los comités de defensa o de enlace). Es comprensible que quienes sufrieron la ofensiva laicista, no exenta de excesos anticlericales, se consideraran perseguidos desde la proclamación de la República y que la violencia revolucionaria de 1936 viniera a corroborarlo. Pero abordar un tema como éste desde un plano estrictamente académico obliga a hacerlo con herramientas científicas. Como ha demostrado Julio de la Cueva, el caso español no es tan excepcional en cuanto a los repertorios de acción desplegados por los anticlericales o respecto al uso político de la religión en una guerra civil. Sus especificidades están en las abultadas (y concentradas en pocos meses) cifras de víctimas en el caso español; y que, a diferencia de la revolución rusa o mexicana, la violencia en la revolución española no fue responsabilidad del poder estatal, sino de su debilitamiento. Tampoco es menor otra diferencia: mientras unos morían por la cruz, en la otra mitad de España se mataba en su nombre.
Quemar la iglesia formó parte del ritual revolucionario en el verano de 1936. Asesinar al religioso, también. Pero ni la tea incendiaria fue uniforme, ni todos los eclesiásticos sufrieron el mismo acoso criminal. Unas órdenes religiosas fueron más atacadas que otras y, desde luego, los frailes y monjes más que los curas y monjas. Si a ello sumamos que las autoridades republicanas se volcaron en la preservación del patrimonio religioso no destruido por la “ira sagrada”, que abundan ejemplos de alcaldes y concejales que arriesgaron su vida por salvar la de algunos curas y religiosos, difícilmente se puede demostrar un supuesto programa persecutorio.
Si, por otra parte, lo religioso fue un elemento propagandístico central durante la guerra civil y la Iglesia administró la victoria en la guerra como forma de venganza de sufrimientos pasados, convendría usar sustantivos y calificativos adecuados para referirse al fenómeno de la represión contra el clero y las cosas sagradas o los símbolos religiosos en la España republicana. Contamos con un acervo semántico exento de tintes subjetivos (como “violencia anticlerical”, “represión contra el clero”, “clerofobia”, “clericidio” o “iconoclastia”) que no resta un ápice a la magnitud de las atrocidades cometidas contra la Iglesia católica en 1936 y que, a la vez, permite mejorar nuestro conocimiento de un pasado traumático tan expuesto a memorias enfrentadas y a mitificaciones interesadas.
Bibliografía mencionada
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En el mundo académico, el empleo de conceptos más propios del pasado (valga como ejemplo “fascismo”) suele provocar debates enconados si se trata de actualizarlos en formas y expresiones del presente, saliendo a colación el necesario rigor mientras se denuncian deslices presentistas. Sin embargo, hay otras expresiones o usos del pasado que han derivado del orden propagandístico al historiográfico sin pasar suficientemente por sus filtros. Es el caso de la denominada “persecución religiosa republicana”.
La magnitud de la tragedia ha facilitado las cosas. Pero en unos tiempos tan dados a la hipérbole, conviene separar mito y logos. No se puede negar lo obvio. Los 6.832 clérigos asesinados durante la violencia revolucionaria de 1936 indican que una de cada nueve de las víctimas mortales del denominado “terror rojo” era eclesiástico. No menos grave es que, al derramamiento de sangre, se añadan ataques masivos a objetos y espacios sagrados, perdiéndose irreparablemente buena parte del patrimonio artístico y religioso a causa de la “ira sagrada”, en expresión del antropólogo Manuel Delgado. Ahora bien, reconocer la trascendencia de la violencia ejercida contra el clero y los bienes y símbolos religiosos no implica mantener sin más que formara parte de una verdadera “persecución”, o que su base fuera esencialmente “religiosa”. Menos aún que formara parte de un proyecto gestado en los albores de la República y culminado durante la guerra.
Este artículo trata de traducir en lenguaje comprensible lo que suele quedar en terrenos más eruditos y separar la realidad histórica de la mitificación interesada. Para ello, recuperaré y actualizaré lo que ya he escrito en algunas de mis publicaciones, que figuran citadas al final, deudoras del resto de autores referenciados.
La importancia del relato
La semántica no es inocua. El lenguaje es un instrumento clave en la pugna política y su buen uso resulta esencial en el análisis científico. Aplicado en nuestro caso, no es comprensible la violencia anticlerical de los años treinta sin insertarla en la llamada “cuestión religiosa”, un conflicto político-religioso de largo recorrido que llegó al paroxismo en los años treinta y abarcó dos vertientes: una “desde arriba” –las relaciones entre la jerarquía eclesiástica española y vaticana con el Gobierno y las Cortes— y otra “desde abajo” –la pugna por el control del espacio público entre las bases católicas y anticlericales para evitar, en un caso, o avanzar, en el otro, en su secularización—. Adentrarnos en su análisis obliga a revisar los significados usados habitualmente.
Cuando hablamos de “anticlericalismo” debemos entender una subcultura política, nacida un siglo antes, en plena revolución liberal, basada no sólo en la crítica de las injerencias eclesiales en asuntos mundanos, sino capaz de generar una identidad colectiva y un recurso movilizador o de redimensionar el papel del hombre en una sociedad que se iba secularizando. Este anticlericalismo “moderno”, a diferencia del “primitivo” –de raíces medievales y crítico con los excesos del clero— trascendió las palabras o las sátiras y llegó a tener una vertiente violenta, fruto de un credo político y de una acción movilizadora propia, inexistente en el Antiguo Régimen. Sus manifestaciones más extremas fueron la “clerofobia” (la represión y el terror contra los clérigos, que se ha llegado a traducir como “clericidio”) y la “iconoclastia” (el ataque, destrucción y profanación de las cosas sagradas y los símbolos religiosos).
El “laicismo” es otra cosa. No tiene por qué ir de la mano del anticlericalismo, aunque puedan resultar también complementarios. Laicismo es la doctrina que defiende la independencia de la sociedad y el Estado respecto de las confesiones y organizaciones religiosas. Ni es, por naturaleza, antirreligioso, ni implica hostilidad o indiferencia en relación a lo religioso. Tampoco se debe confundir con “secularización”. Este último es un concepto sometido a debate –considerado un producto básicamente europeo— entendido como un proceso complejo, más referido a la dinámica social que a la jurídica, que implica la pérdida de control de la sociedad por la Iglesia, y sus dimensiones son plurales: declive de la religión, interés por lo mundano, desacralización, modernización de la sociedad y trasposición de formas institucionales religiosas al ámbito mundano.Edificio religioso incendiado en Madrid en mayo de 1931
Frente a los anteriores términos, de uso científico, la llamada “persecución religiosa” contiene perfiles más subjetivos. Se utilizó de manera interesada desde los orígenes de la Segunda República, en 1931, y sirvió de excusa para elaboración del mito de la “cruzada”, exitoso para los sublevados en 1936. En estas circunstancias, ¿es apropiado para explicar la magnitud de la sangre vertida por los religiosos y la destrucción sufrida por sus bienes y símbolos en 1936? Convendría apelar al rigor. Todo plan persecutorio debe ser bien definido por alguna autoridad y ejecutado por los subordinados sistemáticamente. Y si tiene un carácter religioso, su finalidad última se dirige a extirpar sus creencias, valores y símbolos y, en ese caso, quienes mueren en defensa de la Fe no serían simples víctimas, sino mártires. ¿Estamos hablando de esto realmente?
La tesis persecutoria y sus sesgos
En una carta pastoral dirigida al clero español, fechada en septiembre de 1945, con el nazismo ya derrotado, un representante genuino del nacionalcatolicismo, el cardenal primado Enrique Pla y Deniel, seguía uniendo “persecución religiosa” y “cruzada” y advertía de que no podía cuestionarse esa simbiosis: “que la hora de la paz mundial sea también la hora de la consolidación de la paz interna de España. La pasada guerra civil y Cruzada vino a ser un plebiscito armado que puso fin a la persecución religiosa. No se quiera por nadie una innecesaria revisión, que pudiera llevarnos a una nueva guerra civil«. Una idea que mantuvo hasta el final de su pontificado, en los años sesenta, pues defendía que la guerra había sido una “cruzada por Dios y por España”.
A comienzos de esa década, que inicia el segundo franquismo y trae aires eclesiásticos renovadores, Antonio Montero, director del órgano de expresión de Acción Católica, Ecclesia, desvinculaba, en un libro ya clásico, la “cruzada” de la “persecución religiosa”, al tiempo que reducía sustancialmente el cálculo de eclesiásticos asesinados durante la guerra, fijando la cifra canónica arriba expresada. Su recuento, más completo y riguroso, reactivó la edición de nuevos relatos sobre la “persecución” nada renovados.
En plena reactivación de la literatura martirial, la aparición de una publicación del norteamericano Herbert R. Southworth desmontaba el “mito de la cruzada”. Tirada en Francia por la editorial antifranquista Ruedo Ibérico, provocó que el régimen montara un servicio de contrainformación dirigido desde el ministerio de Información y Turismo, donde Manuel Fraga creó el Gabinete de Estudios sobre Historia, con una sección sobre la guerra, al frente del cual estaba el historiador Ricardo de la Cierva.
En la última década del siglo pasado, superado el mito de la cruzada, pero con un Papa (Juan Pablo II) dispuesto a retomar unos procesos beatificadores que su antecesor no había juzgado oportunos, se reactualizaba el de la “persecución religiosa republicana”. Para su mayor exponente, Vicente Cárcel Ortí, la “persecución” habría empezado ya en 1931 y fue evolucionando hasta llegar a la “persecución sangrienta de 1936”. La interpretación de este sacerdote, encaminada a justificar las beatificaciones de los mártires, tiene unos sesgos evidentes, al exagerar la obsesión de los gobiernos de Azaña contra la Iglesia, centrar la violencia revolucionaria en sus propósitos antirreligiosos y separar la víctimas civiles de las consagradas.Beatificación masiva en 2007 de religiosos asesinados en la retaguardia republicana durante la guerra civil
Menor reproche historiográfico muestra la tesis persecutoria del historiador italiano Gabriele Ranzato. La usa con una finalidad instrumental y laica, como sinónimo de exterminio, y la limita a los años de la guerra civil. Aunque no duda en calificar de “religiosa” una “persecución” dirigida tanto hacia las personas consagradas a la fe como a las cosas sagradas, en su modelo se cae el segundo calificativo que solía acompañar a la “persecución religiosa”, que no ya no iría ligada al orden republicano, sino a la subversión provocada durante el fragor revolucionario.
El primer cuestionamiento serio del paradigma persecutorio ha sido planteado por un historiador especializado en la violencia de la retaguardia republicana. José Luis Ledesma ha identificado la “persecución” con la violencia política republicana durante el período más álgido de la revolución social, pero pone en duda que fuera “religiosa”, pues no atacó tanto a las creencias como a la institución eclesiástica, aliada con los poderosos. Los revolucionarios no buscarían tanto, en su opinión, destruir el poder sagrado de los símbolos religiosos como mostrar la pérdida de poder de la Iglesia y su vulnerabilidad mundanal, en un contexto de derrumbe de los emblemas del pasado.
Cuestionar la manera de llamarlo (el sustantivo y el calificativo) no resta importancia al hecho histórico, la mayor masacre del clero español. Pero hay que encuadrarla en lo que Manuel Azaña llamó “políticas de venganza y exterminio”, un fenómeno practicado en ambas retaguardias, con diferentes sujetos y objetos. Por tanto, ligadas a la guerra, que estalló a raíz de una sublevación militar que destruyó el orden constitucional republicano y fue el origen del trauma posterior. En la retaguardia republicana, la Iglesia católica se llevó la peor parte, siendo la anticlerical la manifestación más obsesiva, radical y simbólica de la violencia revolucionaria.La expulsión del cardenal Pedro Segura en 1931, uno de los hitos de la tesis persecutoria
Someter a crítica los usos del lenguaje o limitar cronológicamente su incidencia no excluye que los protagonistas vivieran como cierta tal “persecución religiosa”. Los incendios de los días 10 y 11 de mayo de 1931 alimentaron esos temores y la expulsión del cardenal Segura, a mediados de junio de ese año, fue interpretada como su primer mártir. La ola de milagros, profecías y apariciones marianas (como la de Ezkioga, en el verano de 1931) iban también en la línea de contrarrestar el laicismo consagrado en la Constitución de 1931 y desarrollado en los dos años siguientes. En periódicos católicos se pueden rastrear alusiones a Azaña como el “Nerón” español y los ataques a la Iglesia como parte de una lucha eterna entre Dios y el mal durante la historia de la humanidad. La persecución republicana vendría a ser una continuación de la sufrida por los primeros cristianos. A modo de profecía autocumplida y merced a un aparato propagandístico que abusó del término, la retórica del martirio facilitó a los monjes de Barbastro la aceptación, en el verano de 1936, del sacrificio por Dios como un camino de perfección, según F. Javier Ramón Solans. Y, en clave política española, se consideraba la continuación de una guerra cultural que entroncaba con la revolución liberal y el Sexenio democrático.
La ruptura del verano de 1936
Si sustituimos la retórica persecutoria por la del “conflicto político-religioso” y lo resituamos en una perspectiva histórica, podremos observar las reminiscencias y novedades que alcanza en los años treinta. Del mismo modo, la perspectiva comparada nos descubre otros casos (europeos y latinoamericanos) que niegan la excepcionalidad española respecto a las atrocidades contra el clero. Esa es la tesis que mantiene Julio de la Cueva, una de las principales autoridades historiográficas en la materia.
La violencia anticlerical en el quinquenio republicano está ligada a la conflictividad social y resulta, ante todo, una respuesta frente al poder establecido si nos centramos en sus momentos álgidos: los incendios de mayo de 1931 (cuando aún permanecía la privilegiada situación eclesiástica de antaño) y octubre de 1934 (en plena rectificación de la República). Que los revolucionarios de Asturias recurrieran a la clerofobia como instrumento revolucionario parece anunciar, en pequeña escala, lo que se haría moneda común en la retaguardia republicana tras la sublevación militar. Pero no inventaban nada. La revolución liberal, un siglo antes, había situado a los religiosos como chivo expiatorio durante el transcurso de otra guerra civil, la carlista, provocando una orgía de sangre en Madrid en 1834 (con más de setenta frailes degollados) y, de nuevo, un año después, en Barcelona y Reus. Del mismo modo, en la capital catalana, durante la “Semana Trágica” de 1909, un motín antimilitarista había derivado en uno iconoclasta.La exhibición de restos exhumados en conventos (Toledo, verano de 1936) recuerda imágenes similares de la Semana Trágica de 1909
Pero los excesos cometidos contra los intereses eclesiásticos y sus ministros a partir del 18 de julio de 1936 rompen bruscamente con los precedentes de 1834-35, 1909, 1931 o 1934. Se produjeron en un contexto que Eduardo González Calleja define de “brutalización de la política y banalización de la violencia en la España de entreguerras”. Sin un levantamiento militar fallido, ni hubiera estallado la revolución social, ni hubieran tenido lugar tan tremendas matanzas. En este sentido, la violencia anticlerical marcó un punto de inflexión durante el verano de 1936, pues formó parte de una “guerra de exterminio”. Como ocurrió en las revoluciones en México o Rusia, también en España se conjugó el trinomio guerra civil, revolución y violencia anticlerical.
El gran problema de la teoría persecutoria es lo difícil que resulta demostrar su presunto interés por aniquilar a la Iglesia por propósitos antirreligiosos. Desde luego no fue ese el caso de las autoridades republicanas en 1931. Ni siquiera en 1936. Durante el terror “en caliente”, posterior a la sublevación, la violencia anticlerical fue un recurso simbólico de los comités de defensa o de enlace frentepopulista como pistoletazo de salida de una revolución social que los golpistas decían querer evitar y que, sin embargo, aceleraron. Los sublevados actuaron de bomberos-pirómanos. Los incendios de templos abrieron el camino a matanzas masivas de religiosos –su concentración en conventos o monasterios facilitaba la tarea de los victimarios— que, a su vez, coincidieron o antecedieron a otras de civiles, también extrajudiciales y colectivas. Sin embargo, un propósito persecutorio real no hubiera consentido tantas variedades territoriales.
Los estudios microhistóricos demuestran una realidad muy diversa. Si tomáramos como referencia la diócesis de Barbastro, cabrían pocas dudas de tal persecución durante el llamado “terror en caliente”, pues nueve de cada diez sacerdotes incardinados fueron asesinados, además de setenta y ocho religiosos (entre los que se encontraban cincuenta y un claretianos, ejecutados en varias sacas en días sucesivos). Pero es un caso bastante singular, protagonizado por milicias confederales catalanas. Veamos qué pasó a más de seiscientos kilómetros más al sur. Por las mismas fechas que los claretianos barbastrinos, a mediados de agosto de 1936, fueron ejecutados quince dominicos en Almagro. La carnicería se aceleró cuando los dirigentes de su Ateneo Libertario constataron que las autoridades municipales habían negociado con el Gobierno la llegada de guardias de Asalto con la misión de trasladar a Madrid a los frailes concentrados en una casa particular. En esta localidad manchega, los curas no fueron tocados, mientras fue liberado un franciscano que había acompañado a los dominicos ejecutados. Almagro fue uno de tantos municipios que, careciendo de antecedentes violentos, asistió a una improvisación de la “ira sagrada” por unos comités obreros que pretendían demostrar cómo habían cambiado las relaciones de poder. Representa también cómo las autoridades municipales y gubernativas, lejos de amparar la violencia, pretendieron, inútilmente, evitarla.Claretianos de Barbastro, 51 de los cuales fueron asesinados en agosto de 1936
¿Es compatible con una verdadera “persecución religiosa republicana” que el poder municipal, a lo largo de toda la retaguardia, quedara desbordado por los comités obreros y el papel de los ediles fluctuara desde una cierta complicidad hasta la oposición a las atrocidades de aquéllos? El mayor error de las autoridades republicanas fue no poner suficiente distancia desde el principio de una violencia anticlerical que condenaron tarde. Pero una ofensiva descristianizadora y persecutoria no concuerda con el relativamente bajo nivel de condena que recibieron los eclesiásticos por los tribunales populares.
Tampoco parece compatible la tesis persecutoria con la “política religiosa” encabezada por un católico, el nacionalista vasco Manuel Irujo, en los gobiernos de Largo Caballero y de Negrín. Habían sido los comités quienes obligaron al cierre de las iglesias al culto, no las autoridades republicanas. Éstas, desbordadas por los acontecimientos, reaccionaron con más agilidad frente a la rapiña del tesoro artístico que hacia la conculcación de la libertad religiosa de los católicos, situación que, de buena fe, pero sin éxito, intentó reconducir Irujo en 1937. Pero difícilmente podrían reabrirse al culto unos templos que habían sido pasto de las llamas, saqueados, desacralizados y reutilizados con fines civiles.
Además, cómo explicar el guion persecutorio y antirreligioso si hubo “otra Iglesia”, minoritaria, sin duda, pero real, de clérigos disidentes y fieles a la República, que fueron represaliados por el franquismo por su compromiso con la justicia social. Algunas de sus biografías se han resumido en un libro coordinado por Feliciano Montero, entre otros. Uno de esos curas, Leocadio Lobo, propagandista de la causa republicana durante la guerra, confesó en un mitin en Madrid (ABC, 22-9-1936) que estaba al lado de “las masas que se rebelan contra un sistema económico absurdo y brutal” porque “a su lado está la Iglesia desde hace mucho tiempo, aunque nuestros egoísmos hayan olvidado las enseñanzas de los papas”; y sobre la violencia, reconocía que los dos bandos habían cometido atrocidades, pero “la responsabilidad moral de la barbarie residía en los que habían desencadenado la guerra (…) alzados contra el poder establecido”.Atilano Coco, pastor protestante asesinado por los sublevados en diciembre de 1936
Por otra parte, ¿cómo entender –si los republicanos perseguían lo religioso— que los pelotones de fusilamiento franquistas se llevaran por delante a alrededor de una veintena de sacerdotes opositores (no sólo vascos)? ¿Aplicaron una particular misión “religiosa” asesinando al inicio de la guerra a cinco reverendos protestantes andaluces y dos castellanos, mientras otros pastores eran encarcelados o debieron ocultarse? ¿Cómo explicar, tras el cierre al culto de iglesias católicas en la retaguardia republicana, que en la nacionalista se clausuraron las escuelas o capillas protestantes abiertas durante la República? La ofensiva católica contra los evangelistas españoles tuvo gran repercusión en Gran Bretaña, donde un grupo de pastores anglicanos y metodistas elaboraron un informe, a principios de 1937, que afirmaba que en “España no había evidencia como en Rusia de un movimiento anti-dios, y que sus gobernantes [republicanos] estaban informados de un gran espíritu de tolerancia religiosa”.
Por último, tan hiperbólico sería mantener “persecución religiosa republicana” como categoría científica como crear otra, variando el orden de los dos calificativos, y hablar de “persecución republicana religiosa”, donde víctimas y victimarios intercambiarían sus papeles en la otra retaguardia y al final de la guerra. Conviene recordar que el ministro Irujo afirmó que la Iglesia fue, a la vez, víctima y verdugo. Varios historiadores han aportado numerosos ejemplos de eclesiásticos que se sumaron a los sublevados o se convirtieron en colaboradores necesarios del proceso depurador, implicándose en la trama de delaciones, informes y denuncias durante la fase de violencia “legal” franquista. Francisco Espinosa y José María García Márquez han denunciado el papel de la Iglesia en la maquinaria judicial militar y la purga de maestros. Y Julián Casanova asegura que “el refugio de la religión” permitió aliviar la crudeza del exterminio. Aunque, también en este caso, hay ejemplos en un sentido y en el contrario. El propio Casanova recuperó el testimonio del padre capuchino Gumersindo de Estella (cuyo nombre real era Martín Zubeldia), capellán de la cárcel zaragozana de Torrero, que dejó escritas unas memorias cargadas de repugnancia, protesta y perdón por la complicidad del clero ante los fusilamientos de “rojos”.Obispo y sacerdotes de Cáceres, brazo en alto entre autoridades militares y falangistas, en los primeros días del Alzamiento
A modo de conclusión
Resulta falaz hablar de “persecución religiosa republicana”. No existió un propósito antirreligioso claro y genérico de las autoridades republicanas, pese a la propaganda de la literatura martirial. Lo que hubo entre 1931 y mediados de 1936 fue un choque cultural entre dos modelos identitarios, en pugna por el concepto de ciudadanía, representados, respectivamente, por lo que Rafael Cruz llama “comunidad popular” frente al “pueblo católico”. Se puede admitir la tesis persecutoria en un sentido instrumental, restringida en el tiempo (la guerra civil), en el espacio (unas zonas de la retaguardia republicana más que otras) y en sus promotores (los comités de defensa o de enlace). Es comprensible que quienes sufrieron la ofensiva laicista, no exenta de excesos anticlericales, se consideraran perseguidos desde la proclamación de la República y que la violencia revolucionaria de 1936 viniera a corroborarlo. Pero abordar un tema como éste desde un plano estrictamente académico obliga a hacerlo con herramientas científicas. Como ha demostrado Julio de la Cueva, el caso español no es tan excepcional en cuanto a los repertorios de acción desplegados por los anticlericales o respecto al uso político de la religión en una guerra civil. Sus especificidades están en las abultadas (y concentradas en pocos meses) cifras de víctimas en el caso español; y que, a diferencia de la revolución rusa o mexicana, la violencia en la revolución española no fue responsabilidad del poder estatal, sino de su debilitamiento. Tampoco es menor otra diferencia: mientras unos morían por la cruz, en la otra mitad de España se mataba en su nombre.
Quemar la iglesia formó parte del ritual revolucionario en el verano de 1936. Asesinar al religioso, también. Pero ni la tea incendiaria fue uniforme, ni todos los eclesiásticos sufrieron el mismo acoso criminal. Unas órdenes religiosas fueron más atacadas que otras y, desde luego, los frailes y monjes más que los curas y monjas. Si a ello sumamos que las autoridades republicanas se volcaron en la preservación del patrimonio religioso no destruido por la “ira sagrada”, que abundan ejemplos de alcaldes y concejales que arriesgaron su vida por salvar la de algunos curas y religiosos, difícilmente se puede demostrar un supuesto programa persecutorio.
Si, por otra parte, lo religioso fue un elemento propagandístico central durante la guerra civil y la Iglesia administró la victoria en la guerra como forma de venganza de sufrimientos pasados, convendría usar sustantivos y calificativos adecuados para referirse al fenómeno de la represión contra el clero y las cosas sagradas o los símbolos religiosos en la España republicana. Contamos con un acervo semántico exento de tintes subjetivos (como “violencia anticlerical”, “represión contra el clero”, “clerofobia”, “clericidio” o “iconoclastia”) que no resta un ápice a la magnitud de las atrocidades cometidas contra la Iglesia católica en 1936 y que, a la vez, permite mejorar nuestro conocimiento de un pasado traumático tan expuesto a memorias enfrentadas y a mitificaciones interesadas.
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